Cajon de Sastre por Luis Miguel (Parte I)

LA LLAMA(RA)DA
-Primera parte-

     Se sentía rara: llevaba el mismo tipo de traje (hoy de raya diplomática), los mismos zapatos de medio tacón bicolores blanco y marrón sin lengüeta  atados con finos cordones, la misma línea negra en sus ojos, el mismo pelo suelto,...: nada parecía distinto excepto el collar corto de perlas que lucía alrededor de su cuello (que, recordaba ahora, había comprado en sus últimas vacaciones en Palma) y el color de su blusa alejado de los habituales tonos blancos, marfiles y crudos: la blusa era de color rosa y sobre ella destacaban elegantes las perlas.
     Este viernes, otro detalle se había escapado de la rutina del guión que seguía cada día que tenía que tomar el tren para desplazarse a Madrid.
     Llegaba temprano con su billete en la mano y aún así con el número de coche y asiento memorizado, no miraba a nadie ni se fijaba en sus compañeros de viaje (si lo hubiera hecho quizá hubiera reconocido a alguno con el que se llevaba cruzando tantos viernes como semanas hacía que había comenzado su periplo viajero a la capital para trabajar).
     No se acostumbraba a la tranquila vida que llevaba ahora; su salida de la capital, siguiendo los pasos de su marido tras un nuevo destino laboral, no puede decirse que hubiera sido traumática pero sí reconocía que le había cambiado el paso de sus relaciones sociales, si bien las familiares apenas habían sufrido modificación: sus días seguían transcurriendo ahogados por el tedio del lento discurrir de las horas: ni almuerzos que preparar, ni casa que limpiar, ni tareas en las que enfrascarse una vez que la niña estaba en el colegio, y sólo ocupada en matar las horas de espera hasta que llegase su marido: quiere a su marido, lo necesita, forma parte de su vida desde hace más de 12 años y no se acostumbra a que no esté en casa, a que deba asistir a reuniones que acaban de madrugada y a viajes que le ocupan varios días; ella no tiene amigos, ni siquiera conocidos: su vida en una urbanización de lujo, de viviendas unifamiliares, de soledades, sin puertas comunes que abrir ni ascensores que compartir, no favorece el establecimiento de relaciones ni el estrechamiento de lazos, lo que acaba dando como resultado que su único nexo de unión con el mundo, el cordón umbilical que le suministra la esencia de la vida exterior, sea su marido.
     No se fijaba en sus compañeros de viaje porque, habitualmente, su atención sólo estaba puesta en encontrar su asiento para convertirlo en su reducto particular de acceso restringido en el que poder aislarse de la vida exterior y de pesados compañeros de asiento que, quién sabe por qué desconocida razón, se empeñaban en contarle su vida o, lo que aún le parecía peor, en conocer detalles de la suya propia.
     Hoy sin embargo, nada sucedió así; hoy se plantó en el andén frente a la puerta de acceso al coche 2, elegante, segura, rodeándose de un envoltorio que ocultaba, incluso a un observador avezado, su verdadera situación emocional, observando de soslayo las gentes que la enorme boca que eran las puertas del coche iba engullendo a medida que ponían sus pies en las escaleras de acceso al interior. El sol naranja de la mañana le cegaba y le impedía ver con nitidez los rostros de los pasajeros (aún a pesar de las gafas de sol con las que protegía sus ojos) que presurosos por temor a perder el tren se introducían en su interior; sólo veía formas, oscuras sombras negras, nada de color...¿cómo distinguir entonces el color rosa en un prenda de vestir?
     Le asaltaron dudas,  Pero, ¿qué demonios estoy haciendo?, se preguntaba, incrédula, a sí misma,  tengo 35 años, un marido, una hija,  un trabajo ocasional pero muy bien pagado como médico..., le surgieron reproches, ... y me encuentro anclada como una estúpida en mitad del andén
     Terminó por acallar sus dudas y alejar los reproches y permaneció allí escrutando formas, utilizando su mano como visera para combatir los rayos de sol que le impedían ver caras, y buscando colores, o mejor, buscando un rosa que le diera un poco de sentido al sin-sentido de su actitud de hoy.
     Sólo unos minutos antes de la partida del tren se subió para acomodarse en su asiento.
La prensa local ya había sido depositada en mitad del coche para libre servicio de los viajeros, y de todos los asientos surgían manos y cuerpos que buscaban afanosamente tener un entretenimiento durante el viaje poniéndose al día de las noticias acaecidas en la capital, en la provincia, en España y en el mundo, en todos los ámbitos de la vida. Se congestionó de gente el pasillo dificultándole el acceso a su asiento. Le gustan los asientos de ventanilla; en viajes cortos no necesitaba levantarse, por lo cual no tiene necesidad de molestar al compañero de asiento que ocupaba la plaza del pasillo; además, siempre podría utilizar la visión del paisaje que desfilaba ante sus ojos como un elemento más  para desconectarse del mundo: ¿que el del 46P se ponía pesado y quería entablar conversación?, volvería la cabeza hacia la ventanilla y dejaría que la vista se perdiera en la lejanía del horizonte; tenía ventajas el asiento de la ventanilla, sin olvidar que también podía utilizar el marco como apoyabrazos o la pared como improvisado reposacabezas si el sueño le atacaba. Sólo cuando todo el mundo consiguió su ración gratuita de noticias se despejó el pasillo y  aún tuvo ocasión de levantar de su asiento a un joven imberbe que, nuevo aparentemente en estas lides de viajar solo, ocupaba el asiento reservado para ella, atreviéndose incluso a porfiar sobre el derecho que le asistía a seguir ocupando el asiento en el que estaba sentado. Con la suficiencia que le otorgaban sus viajes semanales obligó al joven a mostrarle su billete de forma que se pudiera comprobar, sin ningún género de dudas, a quién correspondía la titularidad de la plaza en litigio; con gesto altivo, informó al joven que su asiento era, en efecto, el  45V... pero del otro coche; ruborizado el adolescente, recogió sus escasas pertenencias y tomó el camino del exilio en busca del asiento del otro coche; sólo entonces  pudo acomodarse, justo en el momento en que los pitidos que avisaban del cierre de puertas y arranque del tren sonaron con demasiado volumen, estruendosos, como el pistoletazo de salida del viaje hacia Madrid.
     A pesar de que se había recriminado su actitud de hoy en el andén, o quizá por ello, no pudo evitar recordar cuál había sido el origen de la situación, origen que situaba 3 semanas antes, no recordaba si un lunes o un martes, cuando un comunicante anónimo hizo sonar a media mañana desde alguna parte de su misma ciudad el teléfono de su casa.
¿ Juan, por favor? , sonó una voz de hombre en el auricular; ¿De parte de quién?, se oyó decir a sí misma con la mejor expresión de secretaria eficaz  (la voz del comunicante le resultaba totalmente ajena, de nadie conocido);  Soy un amigo suyo;  Lo siento, pero en este momento no está en casa, pero si quiere localizarle, llámele al móvil no obstante si quiere dejarle algún mensaje yo se lo transmitiré, ¿tiene su número de móvil?; Sí, sí lo tengo, pero en realidad con quién quería hablar era contigo. A la mujer se le encendieron todas las alarmas y una sensación de temor incontrolado se apoderó de ella: la voz no resultaba amenazadora, su tono podría incluso decirse que era  amistoso, pero algo en su interior le hizo ponerse a la defensiva y la empujó a dar por terminada secamente la conversación; No nos conocemos de nada y no tengo intención de continuar con esta conversación, tras lo cual colgó bruscamente el teléfono.
     Comprobó en el registro de llamadas del teléfono el número desde el que se había realizado y llegó a la conclusión de que procedía de una cabina pública: su corazón latía muy deprisa y su respiración se había agitado mientras temía que el desconocido volviera a llamar. A medida que la mañana transcurría sin que volviera a sonar el teléfono, se fue calmando, y a media tarde sólo fue ya una anécdota.
     Siguió evocando la mujer, recostada en su asiento del tren, y su recuerdo se fue al jueves de esa misma semana. La niña había ido a clase de inglés con Juan y ella se encontraba recogiendo la habitación que aparecía convertida en una auténtica leonera  (¡tendría que ponerse seria con ella y obligarle a que dejase recogidas sus cosas!); alrededor de las 7 de la tarde el teléfono volvió a sonar; Dígame; Buenas tardes, dijo el hombre añadiendo al saludo el nombre de ella; al escuchar de nuevo aquella voz, se volvió a apoderar de ella la misma sensación de temor incontrolado, pero corregido y aumentado, que recordaba de su primer contacto telefónico, al percatarse de que su anónimo comunicante la había llamado por su nombre; permaneció en silencio, un silencio pesado e incómodo, no sabiendo qué decir y dudando entre colgar el teléfono o esperar a ver el cariz que tomaba la conversación; No cuelgues, por favor, no pretendo asustarte, no temas nada, sólo quería escuchar otra vez tu voz. La voz del hombre seguía sin resultar amenazadora, a pesar de que la situación en la que se encontraban no fuera precisamente muy habitual: resultaba cálida, amable, envolvente, su tono resultaba hasta amistoso; la mujer esperó en silencio que su comunicante siguiera hablando, se habían disipado parte de sus temores iniciales: la voz del hombre había conseguido, si no inspirarle confianza, sí, al menos, vencer una parte importante del rechazo inicial. ¿Qué quieres?, le tuteó  tratando de dotar a su voz de la frialdad necesaria para sentirse protegida; Te veo todos los viernes en el tren, por la mañana, desde hace unos meses: sola, pensativa, aislada, distante, diría incluso que inaccesible; tenía  curiosidad por escuchar tu voz y mi curiosidad ya ha sido satisfecha, aunque sólo haya escuchado unas pocas palabras tuyas, y el tono del hombre se volvió un poco más distendido como queriendo quitarle hierro a una situación que se le antojaba incómoda para la mujer, procurando añadirle  unas gotas de confianza a la conversación.
     La balanza de las dudas surgidas en la mujer de colgar o seguir esperando se iba inclinando hacia la opción de mantenerse a la escucha; Sí es cierto que viajo a Madrid todos los viernes en tren, ¿y qué?; Sólo pretendo compartir contigo uno de esos viajes; has despertado mi curiosidad, mi sana curiosidad; no soy un obseso ni un sátiro, ni tampoco me considero mala persona, y nada más lejos de mi intención que  hacerte el más mínimo daño; No soy ningún objeto de museo que se pueda admirar, ni me presto a satisfacer los deseos y la curiosidad  del primero que se dirige a mí. Adiós”, y colgó el teléfono. Volvió a comprobar el registro de llamadas del aparato y supo que esta vez la llamada se había hecho desde un móvil: 670.....; sabía de antemano que el número no estaría en su agenda pese a lo cual lo buscó y, tal como suponía, no lo encontró. Ya no esperaba que el anónimo admirador  volviera a ponerse en contacto; Juan y la niña estaban al llegar y una nueva llamada del hombre podría ser comprometedora para ambos, y confiaba que su modo de actuar, llamando cuando estaba ella sola, siguiera siendo el mismo. No recibió más llamadas y el resto de la tarde se consumió en dar de cenar y acostar a la niña, amén de prepararse ella misma para acostarse mientras se mente se llenaba  con una leve preocupación (¿o sería curiosidad?) por el viaje de los viernes que emprendería al día siguiente.
     Esa mañana quiso no fijarse en sus compañeros de viaje, buscó su asiento con la idea de sustraerse del exterior, trató de olvidar las conversaciones mantenidas a lo largo de la semana y prácticamente lo consiguió aunque no pudo evitar dirigir una rápida mirada escrutadora a todo el coche en busca de.... ¿en busca de qué? No sabía que debía buscar, no conocía edad, ni aspecto ni físico ni ningún otro detalle, salvo el tono de la voz al otro lado del hilo telefónico, que le ayudase a discriminar, a establecer una selección entre los hombres que ocupaban en el tren. A medida que iban acercándose a su destino dejaba de prestar atención a las voces de los hombres que desde un principio había estado tratando de identificar: una voz, un rostro, y su ánimo se llenaba de un mucho de alivio y un tanto de decepción.
     Esperó durante la semana siguiente que se repitiera la llamada; la curiosidad despertada iba en aumento, la situación no parecía alarmante ni peligrosa, ni siquiera comprometida (al menos en apariencia): el hombre parecía amable, respetuoso, cortés, y aunque no sabía cuáles eran sus verdaderas intenciones, de momento no le incomodaba. La esperada llamada se repitió el jueves; mismo día, misma hora, pero sensaciones diferentes a las de la semana anterior. Estabas atractiva la otra mañana en el tren, me dio la impresión de que estuvieras buscando algo o a alguien. La mujer tuvo la sensación de que el rubor cubría sus mejillas; la había estado observando y se había percatado de su actitud de búsqueda del hombre sin rostro. Se sintió descubierta y su reacción sonó a ataque defensivo: ¿Qué quieres?, qué buscas?, preguntó secamente; Creo que ya te lo dije la semana pasada: sólo pretendo compartir contigo uno de esos viajes, nada más; dime ahora que no deseas compartir conmigo esa experiencia y volveré a desaparecer de tu vida, seguiré viajando a Madrid, por supuesto, seguiré viéndote todos los viernes mientras continúes haciendo el viaje, pero permaneceré detrás de la espesa cortina del anonimato; ¿Debía contestarle, se preguntó la mujer. Indecisa, un tanto asustada, confusa, curiosa,...si sólo era charlar, compartir dos horas de viaje con un compañero que esta vez podía elegir, si sólo era eso... ¿por qué no?; Ya veremos, se escuchó decir a sí misma, y colgó.
     El mismo hombre, la misma voz, el mismo número de teléfono, la misma petición,... y las mismas dudas; y al día siguiente volvía a viajar a Madrid.
     La rápida mirada del viaje anterior fue sustituida esta vez por una exhaustiva comprobación, asiento por asiento, de los compañeros de viaje. Se asombraba a sí misma del descaro con el que iba observando  rostros: pasaba por alto los de las mujeres, hacía caso omiso de los de los hombres mayores con aspecto de jubilados, a los niños y a los jóvenes no les prestó atención, y logró reducir la lista de “candidatos” a apenas media docena cuya única característica común era aparentar una edad entre 30 y 50 años; buscó en ellos un gesto, un movimiento, un guiño que le permitiera descubrir a su anónimo interlocutor telefónico, pero resultó vano: había gastado toda la pólvora de su valentía tratando de tomar la iniciativa y ser ella la que controlase la situación y sólo había conseguido decepción y frustración, amén de situarse bajo el foco de todas las miradas del vagón. Se hundió en su asiento temiendo, ahora sí, que alguien, ese alguien que no había logrado localizar, se sentase a su lado y con una sonrisa irónica le dijera:  Hola, soy yo, ¿me buscabas?; pero no sucedió nada de eso; a su lado se sentó un jubilado que viajaba a casa de su  hija en Madrid, al que prestó atención hasta que escuchó su voz (¡no fuera a ser...!) y del que se desentendió en cuanto comprobó que aquella voz no correspondía con la que recordaba de las llamadas. Disminuía el temor, aumentaba la decepción y una curiosidad irracional se iba apoderando de ella, ¿cómo calificar sino el deseo morboso de encontrar por fin el rostro al que poder acoplar esa voz que empezaba a clavarse en su cabeza?
     ¿Me permite su billete, por favor?, la voz del revisor la sacó momentáneamente de su ensoñación y le devolvió a la realidad de su mañana camino de su trabajo en Madrid. Sacó historias clínicas que tenía que completar, preparó minutas que facturar a clientes que ya habían sido dados de alta, perdió su mirada en el horizonte de llanuras de cereal y montes de pinos y robles, tarareó alguna canción ya pasada de moda, ...: quería tener su mente ocupada, sin dejar ni un hueco que la absorbente fantasía de un seductor anónimo pudiera ocupar, pero una y otra vez , en mitad de su actividad, volvía a resonar la voz del hombre: ...sólo pretendo compartir contigo uno de esos viajes.
     Puntual, como los dos jueves anteriores, sonó el teléfono en casa de la mujer. Hola, soy yo de nuevo, ¿cómo has pasado la semana?; Bien, ¿cómo la iba a pasar?, y su voz sonó cortante y con un tono de reproche que no pasó desapercibido al otro lado del teléfono; Hubiese querido llamarte, pero no me ha sido posible: cuando podía no debía y a la inversa, espero que no te haya importado;  ¿Importarme, por qué?, sólo eres el reflejo que un espejo devuelve al pasar frente a él; Va, va, por favor,  no te enfades; ciertamente, el viernes pasado podía haberme dirigido a ti después de, permíteme la expresión, que hubieses pasado revista a todos nuestros compañeros de viaje, pero, aunque supuse que no te habría importado que me hubiese hecho presente de improviso a tu lado, quería estar seguro de que realmente deseabas que nos conociéramos. La mujer tomó entonces la decisión de bajar todos los puentes y abrir todas las puertas a ese contacto que debía satisfacer el morbo que se había ido despertando en ella. ¿Qué había de malo en compartir un rato de charla con un compañero de asiento que esta vez no había sido designado aleatoriamente por un ordenador sino buscado para dar satisfacción a la curiosidad?
     La mañana de ese viernes llevaba una blusa rosa y un collar corto de perlas, aunque ninguna de las dos cosas hubiese sido necesaria para ser identificada, porque para el hombre era sobradamente conocida, pero se prestó al juego de reconocerse, como en una cita a ciegas, por el aspecto exterior, por elementos ajenos a su propio yo que servirían de referencia al mutuo descubrimiento; y ella a su vez debería buscar un polo rosa y unas gafas de sol. Se había sentido rara plantada en el andén frente a la puerta de acceso al coche 2 observando de soslayo las gentes que accedían al interior pero ahora, acalladas sus dudas y alejados los reproches, sólo sentía ansiedad y un enorme deseo de satisfacer su curiosidad: quería, necesitaba encontrarse al hombre cara a cara, y ya en el tren, apenas comenzado su viaje camino de Madrid pudo por fin ponerle rostro y cuerpo a la voz.