Homenaje a Soledad Puértolas de Pepa Rubio

Mi madre

      Mientras escribo, contemplo de soslayo una fotografía de mis padres el día de su boda.
      De otro modo  me sería imposible describir de forma certera su bello rostro y su porte gentil. Era en su juventud alta y esbelta, de facciones delicadas y a la vez rotundas. Sus enormes ojos del color de la miel eran esenciales, de modo que su nariz recta, ni grande ni pequeña y su boca precisa, pasaban a un segundo plano. Era su tez satinada y clara y su cabello, castaño y ondulado con reflejos canela.
      Su expresión dulce y serena.
      Cuando yo nací ella tenía cuarenta años, había tenido siete hijos y ni que decir tiene que el paso del tiempo se manifestaba entonces de forma más cruel. Seguía siendo bella cuando yo la conocí, pero de otra manera. La enorme carga de responsabilidad y trabajo la hacían parecer menos serena.
      La recuerdo siempre activa. Nunca tenía prisa, pero jamás se paraba. Era decidida y valiente, con un temple a prueba de tsunamis. Le decía mi padre: “dichosa tú que no te asustas ante nada” y ella respondía:” “no hay que asustarse sino arremangarse”. Se crecía ante las dificultades.
      Era oportuna, que no oportunista. Ecuánime, prudente, acogedora; tanto, que le valió el sobrenombre de marquesa de Casavacía con el que la bautizó un amigo de mi hermano Fernando. Nuestro hogar parecía una casa de huéspedes.
     Tenía una inteligencia rompedora, y aunque su formación académica era escasa, decía mi padre  que sabía latín. Su saber era enciclopédico  sobre la vida cotidiana, y lo compartía con las gentes del pueblo,  que acudían a nuestra casa  para pasar la velada y escuchar la única radio que había en el lugar.
      Era también habilidosa. Hacía muchas cosas y todas bien. La recuerdo delante de su máquina de coser Singer, haciendo ropa para mis hermanos o para mí. Nadie la había enseñado, mas las prendas que salían de sus manos eran dignas de la pasarela más exigente.
      Nuestra  vida giraba en torno a ella, se ocupaba de todo y de todos. También de nuestra educación, que fue espartana. Consciente de que la mejor herencia que nos podían dejar era una formación y un modo de vida, a ello se consagró, sin regatear esfuerzos.
      Mi padre, a pesar de ser maestro, consideraba que yo, por ser mujer, no debía de ir a la universidad. Ella le hizo comprender que no había razón para discriminarme.
     Si de puertas adentro era imprescindible, no lo era menos a nivel de comunidad.
     A ella acudían  algunas madres, a preguntarle la edad de sus hijos; otras, a pedirle que pusiera una inyección o practicara una cura. El médico vivía a diez kilómetros monte a través, y había situaciones que no admitían espera. Las más de las veces lo que demandaban era un consejo, que nunca negaba, aun a riesgo de equivocarse.
     Fueron años difíciles, especialmente para ella, pero lo peor estaba por llegar.
     Cuando yo tenía dieciséis años murió mi padre. Mis hermanos mayores ya estaban situados, y ella decidió que lo aconsejable era irse a la ciudad con los más pequeños, para culminar aquella empresa, a la que había dedicado tantos desvelos: hacer realidad el proyecto de vida de cada uno de sus hijos.
      Nunca dio una causa por perdida y entonces menos que nunca. Como ella decía,  había que arremangarse y dar un susto al miedo.
      La universidad nos impuso un nuevo traslado, ya que en León no había más facultades que la de veterinaria. Oviedo fue nuestro destino, por proximidad y porque mi hermano Fernando estaba destinado aquí.
      Una vez conseguidas las licenciaturas y un trabajo, mi madre se liberó, al menos parcialmente, de aquella pesada carga. Y digo parcialmente, porque la misión de una madre dura lo que su vida.
      Vivió ochenta años, conoció diecisiete nietos y un biznieto y quiero pensar que fue moderadamente feliz.
      Amó siempre lo que hizo, aunque no siempre pudo hacer lo que hubiera deseado.