Homenaje a Leopoldo Alas Clarín por Mª Evelia San Juan Aguado



CONFESIONES DE UNA DAMA


Vaya fastidio, tener que cambiar de confesor a estas alturas, con lo a gusto que yo estaba con don Cayetano, que me daba buenos consejos, me tranquilizaba y siempre me ponía una sencilla penitencia: tres avemarías y un credo, o una salve y un credo, cosas así. Me dice que me ha encomendado al Magistral, que ya ha hablado con él y está de acuerdo, que vaya a saludarle sin miedo; me ayudará –dice- mejor que él mismo, pues al ser tan mayor tiene que descansar del confesonario. Se lo he contado a Visita y habla maravillas de don Fermín, se ha ofrecido a acompañarme la primera vez que vaya para indicarme el sitio exacto donde imparte la penitencia, como si yo no lo supiera. La verdad es que estoy nerviosa, no imagino lo que pueda decirme la primera vez que hablemos, me preocupa tener que responder a preguntas demasiado íntimas, diría incluso indiscretas; pero, por otra parte, la confesión requiere a veces explorar los rincones más ocultos de nuestra alma, no sería adecuado negarse. Me parece demasiado joven, su mirada produce escalofríos. En fin, mañana saldré de dudas. A Quintanar nada le he dicho, porque él me da carta blanca para los asuntos religiosos; además, no quiero preocuparle con mis obsesiones.
Casi dos horas estuvimos confesando. Me ha hablado de cosas que nunca me había dicho don Cayetano, dice que el camino del espíritu es empinado, requiere esfuerzos continuos, está reservado a unos pocos elegidos, pero merece la pena; me ha convencido con su voz suave, varonil y melodiosa: parece un santo. Dice que será mi hermano mayor para guiarme en el camino de la santidad. Y que debo empezar por hacer una confesión general. ¡Sólo con pensar en ello me entra el dichoso dolor de cabeza! Luego no tenía muchas ganas de ir al teatro, pero la marquesa me lo impuso y Víctor me lo suplicó. Pobrecito mío, con la afición que siente no podía hacerle el feo de no asistir. Visita me señaló el palco de Álvaro. Estaba con Paco Vegallana: dirigía sus prismáticos a menudo hacia nuestro palco y en dos ocasiones nos saludó muy gentil. ¡Qué elegante se viste! Visita me ha dicho que encarga toda su ropa en París. La función no era gran cosa, yo estaba deseando que se acabara para regresar a casa. Me dio la impresión de que se quedaron un tiempo mirando cómo nos alejábamos en la carroza de la marquesa hacia nuestra casa. Desde que Paco se ha hecho mayor cada día está más guapo. Al lado de Álvaro destaca su juventud y elegancia natural. No cabe duda de que ambos comparten ese atractivo que consigue encandilar a las mujeres. Visita se hace lenguas con ellos, Obdulia, otro tanto. Las hijas de la marquesa y su sobrina revolotean a su alrededor como mariposas en torno a un foco de luz.
¡Qué difícil bucear en el pasado y no desencadenar la crisis! Todo el día dándole vueltas en la cabeza, preparando lo que le habría de decir. Poco tiempo después de acostarme, la jaqueca arreció y luego no supe más.  Menos mal que Petra se dio cuenta pronto y avisó a su señor. El doctor Somoza dice que necesito tranquilidad, reposo. Pero yo no puedo dejar de pensar. Me atrae la religión, el camino que Fermín me enseña paciente, entregar mi vida al servicio de Dios: ¡son tan convincentes y hermosas sus palabras! Sé que tendría que renunciar a las pompas mundanas, meditar y escuchar la palabra divina, seguir la senda de la salvación, de los elegidos más cercanos a Él… Pero me debo a Víctor, le amo tiernamente; aunque no me comprenda sé de fijo que me adora, no dejaré de cumplir mis deberes como esposa fiel y cariñosa. Él está convencido de que debo distraerme, asistir al teatro, a las fiestas y excursiones que organiza la marquesa. Ha hablado de esto con ella y todos están de acuerdo en poner los medios “para mi pronta curación” a base de saraos y celebraciones. Álvaro se ha hecho amigo de Víctor: le sigue la corriente en sus muchas aficiones fingiendo un interés que está lejos de sentir, pero tiene la excusa perfecta para visitarnos y dirigirme miradas suplicantes. Le veo venir, me ronda con su más cálido y educado aspecto. Aunque es bastante mayor, quiere conservar a toda costa un aspecto juvenil. ¿Por qué no se habrá casado?... Es un depredador de matrimonios. Sé que con Visita tuvo hace tiempo cierta relación –estando ella casada- y mantienen una buena amistad, interesada por ambas partes. Obdulia, como está viuda, hace lo que quiere y se le ofrece descaradamente, pero no debe ser su tipo, no le hace mayor caso. Claro que ella va por ahí ofreciéndose a cualquiera. En cada salida, en los bailes, en el teatro, camino de la catedral, me lo encuentro siempre, cercano y distante, con esa mirada especial, suplicante, que parece decir: “Si quisieras, me podrías hacer el más feliz de los mortales. Yo te haría la mujer más dichosa de la tierra. Acéptame”. Me halaga sentir esa admiración cercana, no agobiante, hacerle sufrir, mirarle a veces dulcemente, ignorar su presencia otras. No estoy convencida de que él me pueda dar el amor que supuestamente necesito. Cierto es que Quintanar hace tiempo que tiene su habitación al otro lado de la casa, que le amo más como padre que como esposo, pero estoy decidida a serle fiel siempre. Tengo el pálpito de que Mesía no es persona de fiar, por mucho que Visita me hable a menudo de sus cualidades.
La excursión de ayer al Vivero me ha dejado agotada. Necesito descansar. Fue un día inolvidable por todos los conceptos. A la ida, en la carretela, me las arreglé para sentarme junto a Paco Vegallana: estuvo todo el tiempo pendiente de mí: si me daba la corriente, si el asiento era cómodo, si me gustaba el paisaje. Cantamos canciones a plena voz, todos a una, iniciando así una jornada repleta de diversión. Me contó su afición secreta por la lectura y yo le hablé de mis libros favoritos. Cuando nos rozábamos a causa de algún bache del camino yo sentía un cosquilleo especial: sus ojos de mirada franca, sus excusas, su ligero perfume, todo me provocaba una sensación suave, creciente, de rubor indeseado… Le invitaré a casa, quiero mostrarle mi biblioteca, los libros que fueron de papá y también los míos. A Fermín no pienso contarle nada de ayer, si acaso la excelente comida campestre, pero no tiene por qué enterarse de los juegos que hicimos: al fin y al cabo, nada de particular tiene que nos hayamos divertido todos juntos los jóvenes mientras los mayores descansaban a la sombra. Seguramente me diría que no es bueno distraerse con goces mundanos cuando se ha elegido el camino de la santidad. De algún modo, acaba siempre sabiendo lo que hago, no me lo explico.
Le mandé la tarjeta de invitación por medio de Petra y no se hizo de rogar. Vino con su mejor aspecto, me trajo una novela muy reciente de Galdós: “Fortunata y Jacinta”. A él le ha gustado mucho, es muy larga. Mientras le enseñaba mis libros se dedicó a colmarme de elogios, que me supieron a gloria. Más tarde, cuando tomábamos el té, me habló de sus proyectos, de su idea de colaborar con su padre en la política y engrandecer la casa en lo posible. Cuenta que Álvaro es para él su mejor amigo y su maestro. Le dije que para mí no tiene nada que envidiarle, pues su juventud y su posición son inmejorables. Sus ojos se iluminaron con una luz especial al decírselo. Tiene previsto un viaje por la provincia acompañando al marqués. En cuanto regrese me lo hará saber, nos veremos en  su casa, en el cumpleaños de la marquesa. Me ha dicho que le apunte todas las piezas en mi carnet de baile.


Mª Evelia San Juan Aguado
Oviedo, 15 de febrero de 2010