Homenaje a Charles Dickens por José Julio Cueto Lozano


El tío Ricardo


Giro la cabeza al doblar la esquina; miro para ver si alguien me sigue; bueno, realmente sé que me siguen. Es el pesado de Jon, mi amigo. Él quiere que vaya a esa ridícula y ostentosa fiesta, pero estoy harto de convenciones sociales, de duquesas, condes y nobles. Pierden el tiempo conmigo. No me interesan sus conversaciones vacías, sus comentarios banales y su ordinariez aristocrática.

Siento una mano sobre mi hombro.

-    ¡Ya te dije que no iré! Además, mi tío está enfermo; alguien debe cuidarle, como bien comprenderás.
-    Pero Jorge, hace tiempo que estás convidado y aún no has dado una negativa. Te ruego que nos acompañes, ya sabes que sin ti no me siento cómodo en esos ambientes. Además, se me olvidó comentarte cierto asunto personal, déjame que te explique. Párate un momento, amigo mío. Relajémonos y discutamos el asunto más concienzudamente.
-     Perdóname, Jon. Tengo prisa. Tengo muchos quehaceres estos días con el añadido de la situación en la casa. Dispénsame por el momento. Lo hablaremos, te lo prometo. – Zanjé la conversación apoyando cariñosamente mi mano sobre su hombro.
-      Está bien. Mañana pásate por mi apartamento a las cuatro en punto.

Asentí y ambos sonreímos y nos despedimos con afecto. Mientras me alejaba, él se quedó parado, no sé por qué, pero me hizo dudar y empezó a preocuparme el tema de mi amigo.
¿Qué sería tan importante?

Una bocina sonó a mi derecha. Tan abstraído estaba en mis pensamientos que ni siquiera había visto las diligencias que se atropellaron en un atasco provocado por mi ensimismamiento. Me tembló la mano al pedir disculpas y me quité el sombrero, que llegó hasta mi casa bajo mi brazo sin darme cuenta. Mi querida criada me riñó como a un niño que vuelve sucio del parque.

Mi tío seguía convaleciente y mi tía vino a abrazarme como si en mis manos se hallase la cura de su dolencia.

-      Escarlata, ¿qué noticias hay del tío? – Ella rompió a llorar afligida como estaba, se le notaba más alterada que aquella misma mañana.
-      Oh, Jorge. No puedo verlo así. Cada vez lo veo más pálido y no sé qué hacer.
-     Llamaré al médico. Tú debes descansar, debes de estar fatigada de cuidarle. Toma un baño y deja que tu sobrino se ocupe de todo.
-  Mil gracias, Jorgito de mi vida. ¿Qué haría yo sin ti? Eres adorable, Jorge, muy adorable. Cómo puede ser que aún no tengas una hermosa mujercita a tu lado que te mime.
-      Déjalo, tía. Ya sabes que no me gusta hablar de estos temas chismosos.
-      Lo sé, cariño, pero…
-      ¡Nada! Julia, acompañad a Escarlata hasta sus aposentos y cercioraos de que tome un buen baño y descanse.

Julia apareció al instante y tomó a mi tía por el brazo mientras ésta me dedicaba la más burlona de las miradas.

El médico no tardó en venir.

-      Señor De Cobalto, me alegro de verle bien.
-   Gracias, doctor Arenas. Esta vez el paciente será mi tío. Se encuentra mal desde anoche. Pensamos que sería un catarro común, pero hoy dio muestras de una dolencia mayor. Si es tan amable de acompañarme.

Le guié hasta los aposentos de mi tío, el cual se hallaba en la misma posición que lo había dejado aquella mañana. El médico conversaba animadamente conmigo y preguntaba ciertas cuestiones de rigor a mi tío que apenas respondía con un murmullo indescifrable. Yo me mantuve al margen observando las pruebas que el doctor realizaba con una pericia hipnotizante, resultado de sus muchísimos años de ejercicio.

Poco después, mi tía ya se encontraba entre nosotros, preguntando cosas de aquí y de allá e interesándose por el aparataje usado por el doctor.

-     Deja trabajar al doctor, Escarlata. Ven, vayamos a dar un paseo, ¿no te apetece un té? – interrumpí yo que empezaba a molestarme su comportamiento infantil.
-    Bueno, doctor. Parece que a mi querido sobrino le incomoda la curiosidad de las mujeres. Le dejaremos trabajando. Cuide de mi cariñín –dijo posando un beso en la mano del enfermo-  y se dirigió hacia mí.

Una vez en el balcón, observando cómo el sol comenzaba a declinar por el poniente le dije las siguientes palabras a mi tía:

-      No me gusta que hables así. Espero, y no quiero que te lo tomes a la tremenda, que dejes de hacer esos comentarios que no dejan de ponerme en mal lugar de cara a nuestros invitados.
-      No te gusta nada de lo que hago, Jorgito mío. Si grito porque grito, si hablo porque hablo, tratas de corregirme en mi propia casa, en todo momento.
-      Te recuerdo que esta es nuestra casa y veo que ya estás gritando otra vez.
-     ¡Dios mío, querido, es que siempre estás con las mismas! Te pasas el día criticando, no me dejas hacer nada.
-      Nada que importune el trabajo de los demás, tía.
-    Me es indistinto. Tú trabajas a todas horas. Bien que permites cualquier cosa a Ricardo.
-    Ricardo no hace más que su deber. Es mi tío, y lo respeto. Es un hombre muy metódico y amable.
-     ¿Entonces es que me odias a mí? ¿Qué motivo podría darte yo, cielito mío? – En aquel momento se echó a llorar como una magdalena-. ¿O se debe a tu animadversión por las mujeres? ¿Por qué rechazas a Lunita? Es una chica maravillosa.
-      Se llama Loretta; y ves cómo vuelves siempre al mismo tema. Me crispas los nervios. Fruncí el ceño en señal de enfado y me senté lejos de ella.
-       No te enfades, cielín. Sé que el tema de Loretta te duele…
-       Dispénsame, tía, pero no puedo aguantar esto.

Ante aquellas tonterías no pude más que alejarme de ella. Me levanté y cerré la puerta tras de mí. Ella se quedó como un pasmarote mirándome entre lágrimas.

Viendo que el médico aún se hallaba en faena, tomé el abrigo y salí de la casa. Tomé una diligencia al centro de la ciudad y paré en la plaza para tomar una cerveza negra. La pedí por pinta, ya que mi humor había empeorado en extremo. También rogué por papel y algo con que escribir. El correo con mi amigo Carlos era lo único que proporcionaba algo de alivio a mi trastocada vida. Él había sido mi fiel y más cercano compañero en el colegio y aún nos queríamos como íntimos a pesar de la distancia entre nuestros hogares. Sus nociones en psicología me eran muy útiles en aquellos momentos de mi vida en los que vadeaba aquellos agrios asuntos que me embargaban.

Le hablé de mi tía que no dejaba de sacarme de quicio, de Loretta y su afán por ser mi novia, de la delicada situación de mi tío, volví a hablarle de mi nefasta carrera y la reciente pérdida de mis compañeros en aquel accidente de tren. Añadido a eso estaba mi preocupación central, mi depresión, mi falta de fuerzas para continuar. Me sinceré desde lo más profundo de mi corazón. Arrojé esas palabras sobre el papel y me dirigí al puesto de correos más cercano. Envié aquella carta con el alivio que se siente al soltar un yunque de cien kilos que hubieses transportado durante un tramo de cien kilómetros.

Tomando el camino de vuelta a casa me encontré a Loretta que en cuanto me vio no dejó de gritar y agitar el brazo en mi dirección como si perdiese el ferrocarril. Cuando me alcanzó me dio un enorme abrazo estrujándose y pegando su pecho al mío. Aquellas muestras de afecto obsesivas me revolvían el estómago. Me quitó el sombrero para colocarlo sobre sí, y me preguntó a dónde me dirigía. Yo, aun en shock, traté de inventarme alguna excusa, pero su astucia fue más rápida y, como caballero que era, me obligó a acompañarla a casa ya que empezaba a oscurecer.

-     ¡Qué agradabilísima coincidencia, ¿verdad?! Es increíble que estuviese pensando en ti y justamente aparecieses como de la nada. – Yo me limité a sonreír y ella se pegó más a mí-.  Siempre que te veo hace un día espléndido  –divagó- hasta hace buena temperatura a pesar de que ya son casi las siete.

¡Las siete! Aquello me recordaba que había pasado tanto tiempo escribiendo a Carlos que me había olvidado pasar por la oficina, hacer las compras para la fiesta -pues sabía que Jon acabaría convenciéndome para asistir- y bien me había olvidado de la salud de mi tío Ricardo. Me llevé la mano a la cabeza.

-     No me estás escuchando, ¿verdad, cariñín? -dijo ella llamándome como mi tía-. Debía  llevar un buen rato hablando y me apartó la mano de la cabeza y empezó a mesarme el cabello.
-   Lo siento, querida. Pero tengo que irme, –dije saliendo de mi ensoñación. Tenía demasiadas cosas que hacer.
-    Pero, cariñín, –Se rio ella– ¿No ibas a acompañarme?  Entonces me di cuenta de que dejarla allí era la idea más horrible del universo, ¿qué clase de hombre sería?
-     Oh, sí, claro. Por supuesto, Loretta, estoy algo disperso, discúlpame.
-     Tú eres así, y así te quiero, Jorge.

Sus ojos verdes y sus labios, que notaba se dirigían hacia mí, me pusieron nervioso. Olía a rosas. El beso que posó en la comisura de los labios me pareció un atrevimiento, aparté un poco la cara como acto reflejo. Empezaba a pensar que tenía razón mi tía, las mujeres me inspiraban una animadversión tremenda.

-      Ay, perdóname, cariño. Se me olvidaba que no te gustaban las muestras de afecto en público.  Sin embargo, sonreía con una actitud hilarante que me sentó como una indigestión.

Cuando llegamos a su casa evité el entrar dando las mejores excusas que se me ocurrieron, aunque de acordarme de lo que había dicho, seguro que no convencían a nadie. Mi nerviosismo acababa jugándome algunas malas pasadas.

En cuanto regresé a casa, Julia volvió a soltarme una perorata tremenda. Acostumbrado a ignorarla, colgué yo mismo el abrigo y el sombrero y me dirigí al comedor donde ya no me esperaba cena alguna.

-         ¿Qué es lo que ocurre aquí? ¡Julia! ¿Dónde está la cena?

Volvió a empezar con sus interminables excusas y riñas,  lo cual no pude más que obviarlo y la obligué a retirarse. Me pasé por las cocinas donde tomé un trozo de pan, ya bastante duro, y me serví una señora copa de vino. No tardó ni dos segundos en llegar la enojada Julia que me azotó un plato con unos huevos revueltos.

Había un olor extraño en la cocina, que fusionado con la cantinela de Julia hizo que me sentasen mal los huevos y dejé medio plato escapando de allí con la botella de vino. Esto propició nuevos comentarios y un mayor volumen de voz de la criada. En cuanto llegamos al salón mi tía llegó haciendo callar a la criada que instantáneamente desapareció.

-         Jorgito mío… nuestro Ricardo… ¡Ay, Jorge! ¡Ay, Jorge!

Mi tía rompió a llorar amargamente, no como aquella tarde, sino como nunca había visto llorar a una mujer. Sus piernas temblaban y logré tomarla antes de caer a causa de que cediesen sus delicadas rodillas. Eso era lo que trataba de decirme Julia. La casa entera gritaba porque mi tío no se recuperaría...

-    Jamás de los jamases pensé yo esto, Jorge. ¿Cómo puede ser? ¿Qué he hecho mal, Dios mío? –soltaba mi tía apesadumbrada, destrozada.

La consolé y traté de que se tranquilizara. Entre llantos y quejas acabó sufriendo dolor de garganta. Sudaba por el esfuerzo o quizá por la lucha interna que debatían la tristeza y la incredulidad. Allí me quedé por temor a que le pasase algo hasta que se durmió totalmente exhausta.

La llevé hasta su cama y le pedí a Julia que la desnudase y metiese en la cama. Luego anduve malamente por la casa hasta dar con el cuarto de mi tío. Su respiración me daba una sensación de ahogo que se anudó en mi pecho y mi garganta. Traté de tragar y hablar para quitar aquella horrible sensación. Tomé la mano de mi tío entre las mías y recé. Recé lo que supe, sentado en la butaca que seguramente habrían colocado para mi tía a la diestra del cabecero de la cama.

Me quedé fascinado, y no en el buen sentido de la palabra, observando aquel rostro pálido y enfermizo. Mi mente aglutinó una serie de vagos pensamientos sobre la muerte, la vejez, la podredumbre. Pasé mi mano acariciando su rostro y sus ojos se entreabrieron. Sus ojos aun brillaban y se detuvieron en mí.

-       Me muero, Jorge.
-      Chsss, no hagas esfuerzos, tío Ric.
-     Quiero… - Las palabras salían con esfuerzo de su boca-.  Quiero que vayas a la fiesta mañana.  Aquel comentario me dejó completamente sin habla.
-      Pero no puedo dejarte así, –fue lo único que acerté a decir- Él negaba con la cabeza.
-      Tienes que ir, hijo, por favor. Hazlo por mí.

Nos quedamos en silencio, mirándonos a los ojos. El aferraba mi mano débilmente.

-  Tengo una enfermedad incurable, Jorge. Aun así me aseguraré de no morirme      todavía.Me aseguraré de que vayas y te diviertas.

Tardaba tanto en hablar que no quise interrumpirle. En realidad, estaba asustado; me aterrorizaba que él nos dejase. Me daba miedo que hablase de esa manera, que no pudiese volver a hablar nunca más como lo hacía con anterioridad.

-    Hijo, no puedes seguir encerrado en ti mismo de esa manera. Tienes que realizar todos los sueños que me contabas, ¿recuerdas? No sé como dejé que te dieses por vencido…

Suspiró con una fuerza que me asustó.

-    Sé sincero contigo mismo, Jorge. Despide a Loretta.  Yo escuchaba como si fuese una revelación.  ¿Dónde está tu amigo Carlos? Siempre le quisiste tanto…

Al oír el nombre de Carlos me activé de pronto, como saliendo de un embrujo. Quise acallarlo y que descansase.

-       Tienes que descansar, tío.
-       No, Jorge. Siempre he querido decir esto. No sé cuánto tiempo me queda.
-       Pues…
-       Escúchame. De pronto sacó fuerzas para gritarme aquello, dejándome atónito y algo   angustiado. Luego, volviéndose a sosegar, continuó: “ Quiero que dejes esta casa. No te preocupes por nosotros. Julia cuidará de tu tía. Tienes que hacer todo lo que me dijiste, eh. ¿Me entiendes? Todo lo que me dijiste. Olvídate del resto, por favor. Hazlo por mí. No, hazlo por ti. ¿Me lo prometes? Promete que harás lo que me dijiste, lo que siempre quisiste”…
-      Sí, tío Ric, claro que te lo prometo.

Las lágrimas comenzaron a aflorar en mis ojos y mi tío sonrió. Se durmió con aquella sonrisa en la cara y su respiración volvió a ser más lenta y acompasada y ya no sonaba tan quejosa y lastimera. A punto de llorar como estaba, lo dejé posando un beso en su frente.

Me dirigí al balcón y encendí uno de mis cigarrillos. Se había levantado una niebla fría, así que cerré la puerta tras de mí. Allí me quedé pensando. Pensando en aquellas cosas que decía cuando era más joven. Quería hacer tantas cosas: viajar, trabajar en una gran empresa, cantar, escribir mis novelas…

Me sentí como un viejo que recuerda su juventud y los sueños que hubo dejado de lado por el deber y, acto seguido, me sentí un imbécil por lo absurdo de aquel pensamiento.

Traté de rememorar mi vida. Tampoco yo sabía como había llegado a aquella situación. Aquel burdo trabajo en la oficina -como si me hubiera conformado con aquella estúpida oportunidad que me dio el padre de Loretta- la relación con la propia Loretta, vivir aún con mis tíos… Mirara donde mirara sólo veía mi propia resignación y frustración.

Pero mi tío había revivido aquel resquicio de vida que quedaba en mi corazón. Alcé la cabeza como si quisiera escrutar la luna entre la niebla. Tenía razón; debía empezar a soñar de nuevo, a cumplir mis propósitos y alcanzar mis metas. Tenía que volver a ver a Carlos. Tenía que hablar con él y tomar nuevas y verdaderas decisiones.

Pensé una y mil cosas, pero al día siguiente el pensamiento que inundaba mi cabeza era la idea de que iría a aquella fiesta. Tenía que comprar presentes, ropas nuevas y modernas para la ocasión –dejando de lado la indumentaria de siempre-. Entonces allí realizaría mi tarea más difícil, pues aunque pareciese que odiase a Loretta, nada más lejos de la verdad o de mi intención. Mi pobre Loretta que lo único que había hecho era amarme. Nunca debí darle esperanzas. Ojalá no tuviese que darle aquella noticia y aguarle la gran fiesta. Pero al fin comprendí que me merecía una vida mejor.

José Cueto