Doce cuentos para trece meses por Mar Cueto Aller



JUAN Y LAS HABICHUELAS 


A Juan nunca le había gustado el trabajo de la granja. Tan solo le gustaba corretear y jugar con los cachorrillos. Cuando su padre se despeñó por un terraplén en una tarde tormentosa fue su madre quien se hizo cargo de todas las tareas. La recomendaban que enseñase al niño a compartirlas, pues eran demasiadas para una sola persona. Pero ella alegaba que estaba tan afectado por lo sucedido que no era aún el mejor momento para iniciarle.
-¡Pobrecillo! Con lo apenado que está y lo poco que le gustan estos trabajos…
-¡Mujer! Tú pareces más apenada y eso no te quita de hacer todo el trabajo. Ya es hora de que te ayude. Si sigues así enfermarás.
-¡Dios no lo quiera! Y disculpa que no puedo pararme, he de llevar la vaca a beber al río y recoger las gallinas antes de que anochezca.
-Pues eso bien podía hacerlo el crío. ¡Que ya es un muchachote!
Todos los vecinos y conocidos les animaban a que se ayudasen mutuamente madre e hijo. Pero nadie les echaba una mano. En realidad ya tenían bastante con el trabajo de sus propias haciendas. Y el poco tiempo que les sobraba preferían descansar o pasear por las granjas ajenas.
Como era de esperar, la madre de Juan cayó muy enferma. Cada vez le costaba más trabajo mantenerse en pie. No sabía qué era lo que le sucedía pero cada vez se encontraba más débil y no le quedó más remedio que encargar a su hijo que atendiese a los animales.
Juan resultó un desastre como granjero. Si tenía que guardar las gallinas se dejaba el portón abierto y de noche entraba el zorro a hacer una escabechina. Si le encargaba su madre dar de comer a la vaca se le olvidaba. Si era necesario sembrar, él se confundía y se ponía a regar. Nada hacía al derecho, y lo peor de todo es que no se lo decía a su madre hasta que ya era irremediable el error. En pocos meses ya no tenían ni qué comer. Su madre le mandó al mercado a vender la vaca, que era lo único de valor que les quedaba.
-Ten mucho cuidado, que no te engañen. Y con lo que te den procura comprar algo que nos sirva para comer y para trabajar en la granja y seguir produciendo. ¿Lo entiendes, hijo?
-¡Pues claro! Con lo que me den puedo comprar un cerdo y unas patatas, por ejemplo.
-Eso es. A ver si por fin volvemos a levantar cabeza.
Cuando volvió Juan del mercado a su madre se le cayó el alma a los pies. No traía ni cerdo ni sacos de patatas. Tan solo unos pocos kilos de habas.
Que no valían ni la milésima parte de lo que valía la vaca. Ella quiso levantarse para reprenderle, pero al intentarlo se caía de la cama al suelo.
-¿Qué es eso? ¿No me dirás que has cambiado la vaca por esa porquería de semillas?
-¡No son una porquería, son mágicas! Con ellas te vas a poner bien y además la granja va a mejorar. ¡Ya lo verás!
Su madre no quería ni comerlas, pero su hijo insistió y poco a poco empezó a mejorar. Además, mientras plantaba la mitad de las habas que había traído del mercado encontró una mina de oro cerca del gallinero. En poco tiempo pudo comprar gallinas, otra vaca y todo lo que necesitaban para la granja. Y lo que es mejor, sucedió algo mágico, a partir de aquel momento a Juan le empezó a gustar el trabajo. Sentía satisfacción al observar cómo crecía la cosecha, al ver crecer sanos y felices a los animalillos y al comprarle a su madre todo lo que necesitaba para su salud y bienestar con el oro de su mina. 

Mar Cueto Aller