Cuento Histórico por Mª Evelia San Juan Aguado
ANCESTRAL
El embarazo estaba bastante avanzado.
Próxima a caer la noche, sabía que necesitaba hallar lo antes posible un
refugio. La falda de la montaña no ofrecía facilidades, abundaban los arbustos
plenos de bayas rojas, los castaños brindaban sus frutos, pero no se divisaba ninguna cueva. Su hombre se demoraba; ¿hasta dónde
se habría desplazado a buscar la caza? Ni siquiera tenía la compañía de Pok, el
fiel perro, pues le había acompañado alegremente. Le pesaba el hatillo preparado para la llegada de su hijo. De
vez en cuando, gritaba con todas sus fuerzas el nombre de él: ¡¡Jek!! Resonaba
el eco dos y tres veces en las montañas, pero nadie respondía.
Sentía como una losa la reciente muerte de su madre, que siempre había
estado a su lado para ayudarla y enseñarle los mil secretos de supervivencia
que conocía…Un extraño mal se la había llevado
en apenas tres días; se quejaba de fuertes dolores y su cuerpo había adquirido
un calor desconocido. Tuvieron que enterrarla deprisa, entre ella y Jek; los
restantes miembros del clan tuvieron miedo, no
quisieron ni acercarse. Luego les expulsaron, como portadores de un maleficio
ignorado, funesto. De nada sirvieron las pinturas que ambos habían hecho en las
paredes y el techo de la cueva, que a todos les hacían sentirse
tan orgullosos frente al clan del otro lado del río, ni
los remedios que su madre había aplicado con acierto
a muchos de ellos, salvando sus vidas.
Cogieron sus herramientas, pigmentos y pieles. En un principio
pensaron ofrecer sus habilidades al grupo
vecino. Pero May no se atrevió a cruzar las aguas, se sentía pesada. Cada día más pesada.
Marcharon cabizbajos, siguiendo la
corriente del río. Luego, las arboledas que abrigaban el monte les
sorprendieron con un pronunciado ascenso. Tras un día y medio de afanoso
camino, encontraron una cueva pequeña y se instalaron. Tenía lo esencial, pero
estaba demasiado expuesta a riesgos. No era adecuada para proteger y criar al
niño. Además, con el paso de las lunas, acercándose
el invierno, la comida escaseaba y Jek debía alejarse más para cazar, mientras ella hacía acopio de semillas, hablando con su
hijo para espantar miedo, frío y soledad.
Decidieron buscar un mejor alojamiento,
sin alejarse del río, en dirección hacia donde sale el sol. May sabía que cada
vez tenía más cerca el momento de alumbrar; quería que esta vez no se
malograse. Recordaba cómo su pequeña había muerto a los pocos días de nacer
porque a ella se le había retirado la leche. La culpa
la tuvo un enorme animal feroz y desconocido que surgió de la arboleda mientras
ella recogía frutos. A pesar de los cuidados de su madre y de su abuela,
incluso de la leche de otras mujeres, la niña se había asustado de la vida y un
amanecer sólo quedó de ella un par de lágrimas asomadas a sus pestañas.
May estaba convencida de que ahora sería
distinto, de que traería un niño, para alegría de su hombre, que así la
iba a ayudar mucho más en la crianza. Y también sabía
que todo saldría bien, que el invierno pasaría y en la primavera Jek cogería
flores para ella, mientras amamantaba a su hijo, con Pok sentado a sus pies.
La búsqueda comenzó al amanecer y siguió
sin éxito hasta cerca del mediodía. Al acabar de comer los restos, Jek
salió a cazar y le dijo a ella que siguiera avanzando un poco más. Pok le
llevaría con facilidad hasta donde hubiera llegado. Pero el tiempo había pasado
sin que regresaran y sin hallar refugio.
Llamó por última vez a Jek, incluso
a Pok, sin obtener respuesta. Rendida por el cansancio, se acurrucó bajo un
castaño y se abrigó cuanto pudo, dispuesta a esperar y pasar una larga noche
sola. Los sonidos habituales del bosque le parecían distintos, amenazadores sin
la cercanía cálida de ambos. Miraba la luna y le pedía en secreto que
regresaran sanos y salvos. A cada estrella le iba repitiendo la petición. Horas
más tarde, acabó durmiendo un sueño ligero, a menudo sobresaltado por
sensaciones de presencias animales cercanas. Entonces se incorporaba y miraba
recelosa a su alrededor, pero nada descubría y
volvía al sueño.
A la mañana siguiente, lo primero
que hizo fue acercarse al río y volver a gritar con todas sus fuerzas los
nombres familiares. Esperó con las orejas orientadas por las manos y nada. Se
dedicó a buscar comida. Recogió leña, piedras y dos buenos palos. Ya en otra ocasión
Jek había tardado más de un día en volver con la caza, pero entonces estaban
ella y su madre, vivían con el clan. Buscó un claro cercano, puso piedras,
encendió un pequeño fuego con leña seca y luego añadió ramas verdes: necesitaba
una columna de humo bien visible. Acondicionó el lugar, guardó los frutos en
bolsas separadas, dejó a mano los palos y una buena cantidad de piedras.
Algún tiempo después, sintió como
sus piernas se mojaban con un cálido chorro incontenible: había roto aguas.
Según sus cuentas llevaba cumplidas ocho lunas, aún le faltaba una. ¿Acaso se
había equivocado? Seguramente los azarosos últimos tiempos la habían
despistado. De todos modos, poco importaba ahora, cuando todo se precipitaba y
carecía de cualquier ayuda. Pronto empezaron las contracciones. Se tumbó
dispuesta a esperar, con el hatillo a su lado, invocando al espíritu de su
madre. Una oración lenta, monótona, lastimera, cantada en voz baja de modo
intermitente.
En poco tiempo, las contracciones
fueron casi seguidas y tras un gran esfuerzo, seguido de la ayuda de sus
propias manos, salió un niño pequeño, algo arrugado, pero ansioso de vivir:
enseguida se puso a llorar. Lo colocó con ternura sobre su cuerpo, lo cubrió y
lo abrazó para darle calor. Deseaba que se callase lo antes posible, le
preocupaba que los llantos pudieran ser escuchados por alimañas dispuestas a
atacar. Debía esperar a que saliera esa masa sanguinolenta y enterrarla con
rapidez. No podían quedar rastros del parto.
Cinco pares de ojos centelleantes acechaban
ocultos desde la víspera. Su territorio había sido hollado y esperaban sin
delatarse. La columna de humo les había desconcertado ligeramente, estaban
dispuestos a evitarla. El llanto del pequeño no les pasó desapercibido. Fue la
señal para rodear la zona y acercarse con cautela. No tenían prisa, querían
asegurar la pieza. Una oportunidad como ésta bien merecía la espera. Poco
después les llegó el inconfundible aroma de la sangre cálida y se lanzaron
raudos al ataque.
Apenas había podido echar la placenta al
hoyo cuando escuchó la llegada de la jauría. Su corazón empezó a palpitar con fuerza. Debía actuar con rapidez si quería
salir de ésta.
Puso al niño en una bolsa y se la colgó
al cuello. Se situó de espaldas junto al gran castaño, cogió con una mano uno
de los palos y con la otra una gruesa piedra. Cuando los lobos se acercaron lo
suficiente, soltó un grito largo y aterrador que casi le secó la garganta y
empezó a lanzar las piedras que tenía a mano. El miedo y la furia la sostenían
con igual fuerza.
Pronto se le acabó la munición y las
fieras avanzaban paso a paso. Volvió a rugir y empuñó con la energía de la
desesperación ambos palos. Al estrecharse el cerco, el jefe de la manada saltó a
toda velocidad hacia May y le arrancó la
bolsa de un mordisco. Ella exhaló tal lamento que resonó varias veces en
el valle. La angustia la desmayó y cayó arrastrándose contra el árbol. El
segundo metió el hocico en el hoyo y arrambló con la placenta. Satisfechos con
el botín, todos huyeron veloces a buscar sitio donde celebrarlo.