Cajón de Sastre por Mara (I)

DOÑA OVICIA

Danzaba la madeja de lana verde a trompicones en la cesta de mimbre. Y la cesta, apoyada sobre el escabel junto a  sus diminutas zapatillas de felpa, se meneaba al compás de sus pies. Canturreaba mientras desgranaba los recuerdos de la tarde en la que Emilio, su novio,  se fue. 
Treinta y siete años llevaba su corazón atrincherado en el refugio de aquellos tiempos felices. Sus regordetas manos, incapaces de afrontar el adiós involuntario, acariciaban fantasías, e imaginándole llenaban sus atardeceres de jerseys, chalecos, bufandas y gorros, que crecían con el  entrechocar cadencioso de sus agujas y apilaba, días más tarde, entre bolas de alcanfor.
 “Uno del derecho, dos del revés”, idéntico estribillo para los pasodobles,  boleros, nanas, coplas o jotas que mezclaba junto a los ovillos, siempre verdes, con su voz armoniosa de contralto. En el primer giro de aguja decidía para cuál de los Emilios iba a empezar a tejer y los hoyuelos de sus mejillas se remarcaban al final de cada vuelta.
Las nanas acompañaban a los patucos para el Emilio que vino al mundo cuatro años antes que ella; rubio como el trigo de su lejana meseta, de ojos tan limpios como la aguamarina del anillo de compromiso que le compró al cumplir los veintiuno. Al ponérselo en el dedo, deseó que su brillo cegara a los demás hombres para que no se le acercaran y que su piedra celeste  les protegiera de las envidias y de los celos. 
Las jotas tejían gorros, bufandas o calcetines cuando  le imaginaba en su pueblo al salir de la escuela, con el jersey verde de su décimo cumpleaños atado a modo de capa, corriendo por el castillo tras los perros y los gatos.
Cantaba boleros y tejía bufandas para el Emilio que vio a Ovicia por primera vez en la ciudad, a la puerta de la imprenta de sus padres: Brincaban sus seis años en dos coletas al golpe de una comba sobre la acera, convencida de que no era bueno ser bonita. Lo decía la canción que, mientras saltaba, repetía una y otra vez: “Al pasar la barca me dijo el barquero las niñas bonitas no pagan dinero. Yo no soy bonita, ni lo quiero ser. Ánimas benditas, una dos y tres”.
Aquella niña morena, tan pendiente de no perder el compás, que alzaba salerosa el vuelo de su vestido blanco, tenía que ser su novia. Cuando volvió a verla, de nuevo junto a  la imprenta casi diez años después, se acercó a ella azorado, intentando disimular en los bolsillos del abrigo la emoción de sus ojos. Nunca pudo recordar lo que le dijo,  pero al cabo de  unos días hacían planes para toda una vida mientras paseaban del brazo, tímidos y sonrientes.
Apretaba el punto y sudaban sus manos cuando las agujas entonaban las coplas de las  fiestas. Labios sobre  labios prendidos. Vueltas y más vueltas. Los ovillos rodaban felices en la cesta. Sonreían  los hoyuelos de sus mejillas. Portales, prados y estrellas. La añoranza de sus cuerpos abrazados entrecortaba las coplas. La verde lana y las manos secaban sus lágrimas de aguamarina.
Bordaba su ajuar.
¡Cuidado! Estrépito de ladrillos. Sangre sobre la acera. 
Las saetas clavan agujas sobre las madejas. Una y otra vez.
En el refugio seguro de  las tardes en su alcoba, el Emilio ya viejo se sienta a su lado. Mira sus manos diestras y escucha, embelesado, el estribillo de agujas como fondo de sus cantos.
Ella a un lado de los ovillos. El, siempre al otro lado. Ambos anhelan la muerte  que consiga liberarlos.